jueves, 4 de noviembre de 2010

Lo genuino

Escribe Guillermo Cichellopsicoanalista


La cámara los toma de frente, pero ellos lo ignoran o no les importa. Son miles. Han esperado seis, siete, ocho horas para entrar por fin a la casa de gobierno –un lugar extraño, siempre ocupado por otros; nunca, casi nunca por uno de ellos-. Se paran por escasísimos segundos frente al ataúd y frente a la mujer dolida, viuda y presidenta. Saben que cuentan con ese brevísimo instante para hacer pasar su mensaje, testimonio sucinto y directo de lo que representa esta pérdida, pero también de lo que desean. Han esperado horas, como dije, y ahora están frente a la pérdida y frente al deseo. Un tumulto de gestos se agolpa para componer una escena que pulsa la cuerda trágica de la vida: enérgicos puños cerrados, brazos extendidos que rematan en dos dedos en ve, tiernas palmas que van de un corazón a otro, miradas sollozantes, bocas que contienen y bombean el llanto y que quieren decirlo todo y no lo logran y desesperan, gritos de desgarro y aliento, cantos, himnos, besos, manos que ofrendan objetos que uno supone de una enorme carga simbólica (flores, cartas, rosarios, banderas, un casco de obrero), manos que se persignan o que señalan a la viuda querida y se golpean, a la vuelta, el pecho, repitiendo ese gesto dos o tres veces. He mirado por horas esta escena repetidamente renovada. Cautivo de su poder, me digo que estoy ante un acontecimiento público que difícilmente se duplique en un siglo y me pregunto cómo puede afectarnos así, tan genuina, tan intensamente, la muerte de alguien con quien jamás cruzamos palabra, ni sentimos su mano en la nuestra, ni forma parte del –como se escucha decir- “círculo privado”.

Aquellos que por incapacidad intelectual o por calculado desdén no pueden entender correctamente la tremenda vitalidad de las manifestaciones populares (casi siempre desmesurada, exuberante, potente), metódicamente han basculado entre dos tipos de interpretaciones: o bien la han puesto en la cuenta de la patología (entonces, se habla de “fanatismo”, de vehemencia enferma, de emoción mórbida, etc. –saludo acá la pluma locamente mesurada de Morales Solá que vio en el tempestuoso sepelio de Néstor Kirchner una “marea del odio y del rencor”), o bien, en la del engaño (recuerdo El simulacro, el célebre relato de Borges sobre la muerte de Eva, una “fúnebre farsa” destinada a sacarle dos pesos a “viejas desesperadas, chicos atónitos y peones”, que figuran en el “crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”). Se puede agregar una tercera interpretación, quizá derivada de la anterior, la venal: los sujetos que acuden a esos actos y en ellos se expresan lo hacen porque han recibido convenientes choripanes, alcoholes o dinero, nunca por convicción ideológica, decisión racional de la que –se juzga- son incapaces.

Son interpretaciones que intentan anular esa genuina fuerza vital, degradándola a locura, fraude, vicio. En algún lugar saben y temen su vigoroso poder transformador, y es por eso que intentan expulsarla a los confines de lo insano.

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