Todo era felicidad y gozo, hasta que empezó el film. Lo recuerdo como si lo hubiera visto ayer. Un carruaje surcando un bosque típico de toda película de terror y un joven que es lanzado a empujones, que queda solo en medio de la espesura. Al rato, comienzan a sentirse unos alaridos estremecedores. Ya quería volverme a casa, pero no podía. La única defensa era bajar la cabeza para no ver. Cuando en una de las tantas agachadas saco el jopo por encima de la pared de palco veo al muchacho frente a un espectáculo horrible: El Conde Drácula con una estaca clavada en el corazón que lucha y lucha, hasta que muere y queda reducido a cenizas. El muchacho recoge algunas de ellas en un frasco y luego con otros conocidos hará el ritual de embeber esas cenizas con sangre de una joven tenona (las minas de las películas de Drácula nunca pudieron estar mejor) para lograr que el monstruo reviva y haga de las suyas.
Regresé a casa acompañado por mi hermano Oscar ya que mamá, en un rapto de lucidez le dijo “andá a esperarlo a la salida porque va a salir muerto de miedo”. Resulta que en casa mis hermanos dormían en el cuarto y yo en una camita que habían colocado en el comedor. Ya esa noche dormir ahí, solo, se puso desde el vamos cuesta arriba. Ni hablar cuando, con el correr de las horas, se desató una tormenta de aquellas. Los relámpagos iluminaban los muebles y como que los movían. Un balde de chapa sólida y pesado (porque antes los baldes eran resistentes y para toda la vida) cayó en el patiesito de cemento, junto a la bomba y empezó “tac tac, tac tac”, para un lado y para otro. Yo, desesperado con mil y una imágenes de ese Drácula que me atormentaría toda la vida.
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2 comentarios:
Lejos, el mejor Drácula, se me congelaban las pelotas...
Se nos ha ido un grande.
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